El poder de la empatía
Imaginemos a tres personas enfrente de nosotros: una amiga, un enemigo y un extraño. La imagen que tenemos de ellos provoca un cierto estado de ánimo. Del mismo modo que un amigo te hace sentir relajado y seguro, un enemigo te pone incómodo y nervioso, mientras que el extraño (la cajera del supermercado) sólo evoca un desinterés cortés.
¿Qué hay en ellos que te haga sentir de esa manera? Quizás tan sólo un incidente (algo que te dijeron o te hicieron, la forma en que te miraron una vez) pasa a ser un momento definitivo en el que congelamos la imagen como en una fotografía. Con los que conocemos bien, esa imagen es editada y actualizada continuamente; con los que solamente admiramos o despreciamos desde la distancia o con aquellos que no significan nada para nosotros, un breve encuentro los puede encerrar para siempre en una imagen que sólo puede volverse más intransigente con el tiempo. En cada caso, la impresión de la otra persona está basada en la forma en que te hicieron sentir: quieres a los que te hicieron sentir bien, desprecias a los que no, y te importan poco todos los demás.
La forma en que percibimos a la gente refuerza nuestros sentimientos hacia ellos y a su vez, lo que sentimos refuerza nuestra percepción de ellos. La imagen que tenemos de otro es una mezcla confusa de hechos objetivos (nariz grande, usa gafas, está perdiendo el pelo) y nuestras propias ideas sobre él (arrogante, estúpido, ya no me quiere). De manera que, además de ser alguien en sí mismo, esa persona es vista como perteneciendo al reparto de actores de nuestro propio psicodrama privado. Cada vez es más difícil separarlo de la imagen emocional cargada que han formado nuestros propios temores y deseos.
Al reflexionar, podemos descubrir que independientemente de la fuerza de nuestros sentimientos hacia una persona, estos a menudo se basan exclusivamente en la imagen que nos hemos formado de ella. Tal es la naturaleza del prejuicio: dado el color de piel, nacionalidad, religión, etc., sentimos algo inmediatamente sobre una persona.
El modelo de empatía-altruismo defiende que el ver a otra persona que necesita ayuda puede provocar, no sólo un estado de activación desagradable, sino también una respuesta emocional de preocupación empática por lo que le ocurre al otro que mueve al individuo a actuar, no para reducir su propio malestar, sino para aliviar la necesidad del otro.
Aunque no nos gusta que nos digan que el ser humano es egoísta por naturaleza, lo cierto es que ésa es la opinión de la mayoría de la gente en nuestra cultura y ésa ha sido también la postura tradicional en Psicología social.
Desde las teorías del aprendizaje se sostiene que la gente ayuda para obtener
recompensas, ya sea de la persona que recibe la ayuda, o de otros (reconocimiento social) o de uno mismo (orgullo). Por ejemplo, existe la hipótesis de que el individuo ayuda por un deseo de compartir la alegría del otro al recibir la ayuda.
Baston demostró que los sujetos empáticamente motivados ayudan incluso cuando creen que no podrán saber las consecuencias finales de su acción, mientras que los demás sujetos sólo ayudaban cuando se les decía que conocerían el resultado de su acción para el receptor de la ayuda.
También se ha dicho que resulta más reforzante para la gente ayudar ellos mismos que dejar que otro lo haga. Según los resultados de Batson y sus colaboradores, los sujetos empáticamente motivados se sienten bien cuando saben que la víctima ha recibido ayuda independientemente de si se la han dado ellos u otra persona.
Otra característica de la motivación empática que la distingue de otras como la de alivio del estado negativo es que la preocupación empática por una persona no se generaliza a otras situaciones. Esta demostrado experimentalmente que los sujetos empáticamente motivados ayudaban a una persona necesitada cuando su acción contribuía a aliviar el problema de esa persona, pero no cuando la ayuda se refería a otro problema que no tenía nada que ver. Es decir, no vale cualquier tipo de ayuda, sino sólo aquella que contribuya a resolver el problema que ha provocado la preocupación empática del individuo.
Existe, por tanto, una cantidad considerable de evidencia empírica que sugiere que, por lo menos, tenemos la capacidad de comportarnos movidos por sentimientos no puramente egoístas. El que manifestemos o no esa capacidad depende probablemente de muchos factores, pero la tenemos. En cualquier caso, el hecho de que se haya podido demostrar experimentalmente la existencia de una motivación altruista abre una brecha importante en la tradición psicológica defensora del egoísmo y el hedonismo como único móvil de la acción humana.
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